Increíble fin de semana. El viernes, 2.8 kilómetros en la alberca; el sábado otros 15 kilómetros de carrera, acompañado con Luz María y con la agradable sorpresa de haberme encontrado por ahí del kilómetro cinco con mi amigo Javier Sánchez Partida, que nos acompañó el resto de la jornada. Tuve la oportunidad de ponerlo al corriente sobre “El último Ironman”, donde el juega un papel protagonista al ser mi “maestro” y compañero durante mis primeros años como corredor.
Doblemente grata pues, la jornada, por la compañía y por la confirmación de que la inflamación de la pantorrilla se desvaneció al igual que el dolor que provocaba. Le he dado muchas vueltas con Luz María acerca de las misteriosas razones de la desaparición de una hinchazón que me acompañó durante los últimos quince años. La más factible, nos parece que puede ser resultado de la profunda transformación de nuestra dieta. Casi un año sin nada de lácteos, cero azúcares, dos días a la semana sin carbohidratos, eliminación absoluta del maíz, abstinencia de alcohol; quizá el prodigio fue fruto del cambio de alimentación, sumado al retorno al deporte de alto rendimiento.
Suena razonable la hipótesis. Es posible que la desintoxicación del cuerpo haya eliminado el coágulo crónico que obstruía la femoral. Me quedo con ella porque me motiva a continuar con la alimentación tal y como la estamos llevando. La nutrición es otra de las variables importantes en la preparación de un Ironman y mientras no perciba que la escasez de carbohidratos, a la que son tan afectos las mayoría de los corredores que conozco me afecte, así será. Espero que sea definitiva la desaparición de la TVP, resultaría un obstáculo menos y de los más complicados.
No creo lograr expresar adecuadamente lo placenteras que me están resultando las salidas a correr. Había olvidado las épocas en que las disfrutaba; por ese placer, me convertí en triatleta. No voy a cortarme las venas cuestionándome el por qué continuaba corriendo a pesar del dolor. No es queja, que mira que siempre me cuidé de exponerlas para evitar los reproches y cuestionamientos de los entusiastas adoradores del “Cómo No”, que bastante me fastidiaron durante todos estos años con sus comentarios y observaciones aún y cuando evitaba al máximo lloriquear. Solo la pierna me delataba.
Ayer domingo un combinado de 120 kilómetros de ciclismo y 3 de trote cerraron la semana. La verdad, al bajarme de la bici me sentí un poco cansado, pero rápidamente me repuse, quizá incentivado por salir a correr y disfrutar nuevamente lo indoloro -es que no me la creo, perdón por lo reiterativo- que ahora me resulta, por lo que me aboqué a hacer la transición lo más decorosa posible y salir a trotar. A esa hora -12: 39 horas- habían transcurrido un poco más de cuatro horas arriba de la bicicleta, así que la sesión del domingo resultó la más larga durante esta primera etapa. Fueron 4 horas 36 minutos en total.
Después del entrenamiento revisé el programa. Finalicé la semana quince, la que contiene la carga más alta de las 20 que integran esta primera fase: fueron 6 kilómetros de natación, 210 de ciclismo y 30 de trote; distribuidos entre la semana, 256 Kilómetros parecen poco, equiparados con los 227 Kilómetros totales que cubre el Ironman, que para ser oficial, debe ser finalizado en menos de 17 horas.
Comparando con lo que más o menos tendré que recorrer el año que entra, en esa semana quince, que ocurrirá alrededor de la cuarta semana del mes de octubre, y a reserva de lo que considere mi coach, podría alcanzar los 10 de natación, 360 de ciclismo y 56 de trote. Pero eso es andar tentando al futuro, así que más vale que no me adelante tanto.
Resulta interesante conocer como se diseñan los programas de entrenamiento basados en ciclos, microciclos y macrociclos. La primera vez que conocí un programa así, fue por 1997-1998, cuando Fernando Ochoa, el entrenador de tenis de mi hija Estefanía, recién llegado de Cuba tras obtener su doctorado en ciencias del deporte; arribó al Centro tenístico de Nuevo León con la consigna de implementar en su grupo de tenistas la novedosa metodología de planeación y control de sus programas de entrenamiento.
En ese entonces encabezaba la Asociación de Tenis del Estado de Nuevo León, que agrupaba a los principales clubes deportivos donde se practicaba la disciplina. Y parte de mi proyecto era que los entrenadores de tenis contaran con posibilidades de capacitarse en las mejores prácticas. El futuro del deporte se encuentra en manos de los profesores y entrenadores que tienen el primer contacto con los futuros deportistas. Cuántos talentos se pierden por caer en malas manos cuando nuestros niños empiezan a dar los primeros pasos en la escuela, ya sea la académica o la deportiva.
A Fernando Ochoa lo recuerdo como un entrenador ambicioso, perfeccionista y exigente, pero considerado y generoso con sus pupilos y sus colegas. Siempre que se lo solicité, estuvo dispuesto a compartir sus conocimientos en los cursos que organizábamos para los entrenadores de los Clubes socios de la Asociación, buscando las diferentes certificaciones que tenían que cubrir para alcanzar los grados necesarios para cumplir con las expectativas de la Federación y de los Clubes en lo que laboraban.
Luis Hernández, mi entrenador de triatlón, compartía muchos de los conocimientos, valores, metodología y filosofía del deporte que Fernando. Por eso me “hallé” tan pronto con él. Un día llegó Gisela comentándome que un maestro de natación del Deportivo había preguntado por mí, pues escuchando que estaba corriendo y rodando por Chipinque, quería proponerme probar con el triatlón. No tenía ni la más remota idea en ese momento sobre el universo del triatlón, pero me interesó tanto que al día siguiente, lo busqué.
Durante años me ha perseguido el recuerdo de esa primera reunión. Vaya sangrón, soberbio y ridículo que le debí parecer al coach. Todavía siento tanta vergüenza que pena da escribirlo a pesar de que nadie leerá estas notas. Va: nos encontramos en la alberca del Deportivo. Me preguntó sobre tiempos y distancias, le respondí en términos generales, y fue cuando me preguntó si sabía nadar cuando a la puerca se le torció el rabo.
¡Joder! Le solté una parrafada de estupideces del estilo “Como no, si es lo único de los tres deportes que aprendí desde pequeño”; “y con maestro además”; “¿pues qué crees?: soy discípulo del entrenador Roberto Marín, aprendí en el Círculo Mercantil Mutualista de Monterrey, competí desde los 5 años y durante un breve tiempo, antes de que la gimnasia abarcará todo mi interés, integré la selección estatal de natación a cargo del Profe. Humberto “el Fofis” Flores”; que “hasta alcancé a ir a un Nacional en el recién inaugurado Centro Vacacional de Oaxtepec, Morelos, donde participé en las pruebas de dorso y pecho”. No le comenté que me fue de la fregada y que desde entonces, nunca más volví ni a los entrenamientos y mucho menos a las competencias.
Supongo que trataba de convencerlo que era un Mark Spitz en retiro. Mi ignorancia sobre lo mal nadador que era debió agrandar mi soberbia ante el Coach, que nunca me comentó nada sobre ese día. Y ni yo volví a mencionarlo.
¿Cómo podría saber que era tan malo? Mi último contacto con la natación organizada fue en ese nacional de Oaxtepec, 1967, con 10 años. Y supongo que pensaba que si asistí, si fui seleccionado, fue porque supuestamente nadaba razonablemente bien, aunque los resultados en la competencia no hayan resultado en podios. No era de esperar que, 30 años después, resultará que, o no había aprendido a nadar, o lo había hecho muy mal, porque en la natación, dicen, lo que bien se aprende de niño, difícilmente se olvida de viejo.
El caso es que cuando Luis me preguntó si podría lanzarme a la alberca y nadar 500 metros para observar mi estilo y apreciar mi condición física, debió bastarme observarle la cara mientras nadaba para enterarme, pero me era imposible verla estando yo haciendo el ridículo mientras presumía mi estilo y mi condición física.
Fue con el paso del tiempo – no mucho -, gracias a los entrenamientos en grupo y a los resultados durante las competencias, cuando caí en cuenta que era un pésimo nadador, de los peores, siempre de los últimos en salir del agua. Carajo, por eso pienso que para vergüenzas no gana uno.
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