Cuatro

Ayer amaneció con amenaza de lluvia, pronóstico que se cumplió. Desde antier me preguntaba si me preparaba para chutarme casi tres horas en el SportCity para cumplir con las 2 horas 15 de bici y los 35 minutos de trote programados, o me la jugaba dirigiéndome a La Huasteca apostando a entrenar bajo la lluvia. El parque cuenta con un circuito con condiciones de seguridad aceptables: carpeta asfáltica en excelente estado y poco tráfico. Opté por la segunda y me fue bien. Rodé 60 kilómetros bajo la lluvia, desconfiado al inicio, pero a partir de la mitad del jornada hasta me animé a utilizar el manubrio en posición de triatlón. Me hacia falta. Vencer el miedo a utilizar la posición contrarreloj era urgente. Y si no lo intentaba en La Huasteca, entonces ¿dónde? Solo esos 30 kilómetros en postura aerodinámica valió el entrenamiento.

Los 6 kilómetros de trote me resultaron placenteros. Caray, cada día me siento mejor. El milagro de la súbita e inesperada desaparición de la inflamación y sobre todo, del constante, del permanente, del crónico dolor provocado por el maldito trombo de la femoral, ha sido lo mejor que me ha ocurrido en los últimos años.  No tengo idea de lo que ocurrió, y no voy a averiguarlo. Recordar los primeros días del año, cuando regresé a las largas caminatas, el intenso dolor, las horas con la bolsa de hielo envolviendo la pantorrilla, me bastan para no tentar a la suerte investigando prodigios. Desapareció la inflamación y el dolor y con eso me doy por bien servido.

Hoy miércoles corrí otros 10 kilómetros bajo una lluvia más intensa que ayer. ¡Fue increíble! La mejor corrida del año, confirmando que si continúa la pierna sin mostrar signos severos de la trombosis venosa, ¡el mundo será mío! Vaya manera de disfrutar la carrera; la lluvia, mientras corremos, en un verano extremo como los que padecemos en Monterrey, representa una ventaja y un regocijo. Y sin dolor. Tengo miedo de ir a revisión médica y me digan que el coágulo sigue ahí, tapando la femoral. Prefiero no saber. Además, no es que les confíe mucho a los médicos, me consta que son falibles.

Un coágulo que no fue “descubierto” en su momento, a pesar de los exámenes a los que me sometieron en un hospital que ya desapareció, me provocó durante años inflamación, derrames, venas saltadas y varicosas en mi pantorrilla izquierda. Es inexplicable que no hayan descubierto el trombo; a la mayoría de los médicos que consulté años después, les parecía enigmático, o quizá no se atrevieron a externar abiertamente sus sospechas sobre las posibles razones. Acaso las complicidades entre los miembros del cuerpo médico sea una medida de protección para sobrevivir en la industria de la salud.

Fue Luis Hernández, mi coach, durante un entrenamiento de fuerza en Chipinque hace quince años la primera persona que lo detectó. Recuerdo claramente su rostro desencajado preguntándome

—¿qué le pasó en su pierna Ingeniero?

Desconcertado, le pregunté a qué se refería, y cuándo me señaló la pierna, me asusté: inflamada, roja, caliente y sin razón aparente, pues no me había caído ni golpeado durante el entrenamiento -hacíamos subidas en bicicleta-, la verdad, la vista sobresaltaba aunque no sentía dolor, o quizá se escondía o confundía con las sensaciones naturales que produce en las piernas el trabajo de ascenso a la montaña. 

Coincidimos que lo mejor era que me dirigiera directo al hospital. Fueron dos días entrando y saliendo de consultas con especialistas, tomas de muestras de sangre, orina y de todo lo que se les ocurra; y aunque no se crea, porque años después nadie me lo creía, incluso mostrando los expedientes médicos, no me detectaron el coágulo. Después aprendí que con una simple prueba de ultrasonido llamada Doppler que costaba 2,000 pesos, hasta yo lograba notar como el coágulo obstruía la vena. Otros dos trombos surgieron años después, pero fueron detectados y tratados de inmediato, y yo aprendí algo de la enfermedad y mucho de la profesión médica.

La Trombosis Venosa Profunda (TVP) me ha molestado durante todos estos años. Dolor, pesadez, comezón; cada sesión de trote implica dolor y un estorbo a la hora de entrenar. La sensación mientras corres, es como si la pierna se convirtiera en un globo, que con el paso de los kilómetros va inflándose, tensando la piel, creándote la sensación de que la pierna se encuentra a punto de estallar. 

Fue con el segundo trombo, detectado a tiempo y disuelto con anticoagulante, cuando el médico que me atendió me informó que la inflamación crónica de mi pierna se debía a que la femoral estaba casi completamente obstruida por un coágulo que se hallaba sólidamente asentado en la vena. Imposible disolverlo, fue el diagnostico. Todavía hubo un tercer trombo, también tratado a tiempo y diluido en pocos días, mientras que el primogénito continuaba firme en su lugar, aferrado en complicarme la vida.

No dejé de correr, salvo ese año, el 2006, cuando asustado por los pronósticos médicos, me dediqué exclusivamente a las pesas. Puro gimnasio haciendo músculo, impresionando a las personas, no por mi musculatura, que nunca formé, sino por la curiosidad que les despertaba la diferencia de tamaño de mis pantorrillas -hasta 13.5 cm más de diámetro alcanzó la pantorrilla izquierda comparada con la derecha-; era el fisgoneo tan insistente, que llegó a cansarme responder a sus interrogantes. Aún ahora, 15 años después, algunos me continúan cuestionándome sobre el estado de mi pierna.

El caso es que un día cualquiera me harté de la excedencia competitiva, dejé de escuchar los “cómo no” de los médicos y regresé a las carreras, donde igualmente llamaba la atención de los corredores cuando notaban la evidente disparidad en el volumen de mis piernas. Me acostumbré a correr con ese dolor. Fue el año cuando conocí a Luz María, y ya corría regularmente;  de hecho, fue en diciembre de ese 2007 cuando finalicé mi primer maratón.

Corriendo en Chipinque, 2008
Corriendo en Chipinque, 2008

Seguí corriendo y en el 2010 regresé al triatlón; Finalicé 9 medios Ironman -70.3- y 4 Ironman, siempre con la pantorrilla inflamada, pero había logrado domesticar al dolor. De hecho, todo el entrenamiento para mi último Ironman, el del 2013, lo corrí medicado por el único Doctor -Felix Ramón Cedillo Salazar – que conocí durante esos años que me señaló el como SI continuar con la búsqueda de mis límites como triatleta, y me ayudó a intentarlo sin dolor.

El pasado 2 de julio, mi admirado Rafael Pérez Gay escribió en su colaboración semanal en el diario Milenio que “La vida es una forma de enfrentarse a las negativas”, refiriéndose a esa muletilla que escuchamos desde que nacemos y que de manera tan enternecedora la señala Juan Manuel Serrat: niño, que eso no se dice. Que eso no se hace. Que eso no se toca.

Crecemos marcados por el cómo no, y así nos va. No sé tú, pero yo, la mayoría de las ocasiones, cuando cuestiono a un amigo buscando consejo, ideas, alternativas que me ayuden a resolver algún dilema, enigma o problema, espero como respuesta un como sí, pero usualmente recibo lo contrario, puros como no o porque no. Crecemos y morimos con el No, condicionados y condenados a rendirnos antes de lanzarte tímidamente a buscar el cómo sí.

Y ojo, no es que quiera o espere que a todo se me diga que sí. Lo que confío, es que me ayuden a ver cómo sí hago, resuelvo, descifro, solvento, aclaro o averiguo lo que me inquieta, preocupa o agobia. Para obtener lo contrario, un no, mejor me callo y me evito desencantos y desencuentros.

Antes de que mi coach me presentará con el Dr. Cedillo, los médicos -todos, todos sin excepción- que consulté, se agotaban intentando explicarme y convencerme sobre las razones para abandonar mis pretensiones de ser un Ironman. Solo los consultaba una vez. No entendían o no querían entender que lo que yo buscaba era conocer cómo sí podría cumplir con mis objetivos sin tanto dolor. Lo que más me molestaba era que invocaran mi edad -arriba de los 55- para intentar convencerme de lo fatua que les parecía mis aspiraciones.

El Dr. Cedillo, después de revisar todos los resultados de mis análisis médicos y escucharme atentamente, me explicó como gracias a los exigentes entrenamientos, había forzado a mi pierna a construir vías alternas por las venas más pequeñas para suplir la pérdida de capacidad de la femoral. Es decir, de acuerdo al doctor, el severo entrenamiento al que me sometía, ayudaba a que mi sangre circulara mejor hacía mi corazón. También me informó que no tenía porque sufrir dolor. Creo recordar que mencionó que el dolor que padecía se identificaba como un dolor neuropático y para sortearlo, me recetó unas pastillas que me cambiaron la vida. Ese año corrí sin dolor, finalicé mi cuarto Ironman con mi mejor tiempo -12 horas 20 minutos- y fui feliz como una lombriz.

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